2/12/2012

Confesión No Solicitada



Esa mirada de extrañeza logra conjugar las palabras “usted”, “cómo” y  “por qué” en una interrogación simultánea. Cuando “escribir” se refiere a correos, reportes o minutas, saludos, notas y recados, el verbo referido a hacer literatura se convierte en un tipo de acepción en desuso, una empleada por esa raza enigmática, mística (o ridícula) de quienes se llaman o aspiran a ser escritores.

A los 19 años escribí mi primer cuento, en un cuaderno, se perdió.  Todavía lo recuerdo, pero aún así no lo puedo rescribir. Hubiera deseado comenzar antes a escribir pero no podía: aunque hubiera querido, no tenía mucho que decir.

De los 19 a los 23 escribí aproximadamente 100 páginas y 10 cuentos (la mayoría recopilados en Transcripciones Infieles).  Escribía cuando “estaba inspirado” o cuando tenía algo que decir, y no solo eso, sino cuando encontraba la manera, la imagen o el abordaje para hacerlo.  No tenía disciplina, ni quería tenerla, en ese momento escribir era un acto de iluminación... pero como se desprende de mi producción, era un acto poco frecuente.

Creo que el punto de giro de aquella etapa ocurrió leyendo al maestro Robert Louis Stevenson. Mientras leía sus páginas de repente sentí que eso “se valía”, que se podían suceder imágenes de acciones, de episodios y de pensamientos y que unos se podían atar a otros y que la cosa podía fluir.  No toda oración debía ser una joyita para hacer una joya del todo final.  Por lo menos eso sentí.  De esta reflexión-sentimiento surgió mi primer abordaje consciente:  hay que escribir y punto.

Esto no significó disciplina... no.  Significó abrir la puerta a contar.  A decir las cosas como las sentía o pensaba. A ver más la realidad. Si antes todo era más onírico o un tipo de filosofar (alimentado por mis lecturas de Sartre, Camus, Freud, y la escuela de Frankfort) ahora las cosas eran más lo que eran. ´

Gracias a eso, y al Fondo Nacional de Financiamiento Forestal ―pues cumplidas mis labores le robaba un par de horas al trabajo para leer (recuerdo a Julio Verne, Aristóteles, Tolstoi) y para escribir―. Fue de ahí que surgió La Historia de Cornelius Brown.

Ya para cuando esta salió, había algo más o menos decidido en mí, en el sentido de que iba a seguir escribiendo.  ¿Pero cómo? 

Después de Cornelius Brown, lo primero que quise fue huir de la primera persona.  Como escritor, me sentía desnudado en mi narrador, como hombre, joven, cachondo etc. pero sobre todo limitado.  Sentía como si hubiera dominado un género musical en la guitarra, pero una vez que cambia el swing, la tonalidad y el ritmo, quedaba desarmado.

Esta reflexión la cargaba durante el año que viví en Francia, año que viví como escritor... pero que me dejó tan solo un cuento bien logrado y una novela (la única que he desechado) malísima.  Y no la deseché en el ominoso momento que la terminé, peor aún, ¡la retrabajé un par de años más!


Huía del estilo de mi publicación anterior, pero a la vez, no lograba nada...

Y sin concretar mucho, a pesar de los continuos esfuerzos, transcurrieron 1, 2, 3 años. Volví a coleccionar mis mejores chispazos en un libro de cuentos (inédito), me fui a Inglaterra, para vivir como estudiante y no como escritor... (¡aunque entre los ingleses bebí más que nunca!)  Y ese año escribí tan solo dos relatos cortos, hoy parte de esa colección inédita.

Y aunque en apariencia no hice ni mierda de literatura, adentro mascullaba y gestaba.  Había ganado varias activos:  tiempo de vida, logros y decepciones, amigos, acquaintances, lecturas (Mutis, Kundera, Balzac), estudios, experiencias... y algo de disciplina. Ya era un hombre que vivía su año #30. 

Poco antes de regresar a Costa Rica, me divirtió la idea de escribir una novela sobre alguien que recibe una carta del pasado.  Esto se entremezcló con mi curiosidad por los campos de internamiento en la Segunda Guerra Mundial en Costa Rica, tema que siempre me llamó la atención pero del que nunca había  encontrado mayores referencias (y sobre lo que conseguí mejor información en fuentes publicadas fuera del país). Todavía quedaba algo de periodista en mí.

Comencé a rumiar un proyecto, escribiendo, pero con un temor hondo de que todo aquello fuera similar a lo que dice Pink Floyd  en Time:“plans that either come to naught, or half a page of scribble lines...”.  Es decir de que no fuera a terminar nada. ¿Sería que aquello de escribir ya no estaba más dentro de mí? También, en aquel momento trabajaba, y se me dificultaba enfocarme.

Por dicha, perdimos las elecciones (por dicha para mí como escritor, por supuesto), y fui a parar a Panamá, a visitar a mi novia, hoy esposa.  Panamá a inicios de 2010 se convirtió en mi clínica de desintoxicación política y profesional. Pero también se convirtió en mi mayor reto literario hasta la fecha. 

Me inspiré en el método utilizado por Stendhal en La Cartuja de Parma, obra extensa pero que escribió en tan solo semanas.

Establecí la meta de tres meses, y me fijé un proyecto: escribir aquella novela que tenía en la mente. Si lo podía hacer significaba que sí tenía la madera, que en verdad podía escribir algo.  Sino era así, significaba que todo lo hecho en el pasado había sido solo destellos.

Según mi bitácora, desde el 19 de febrero de 2010 al 26 de mayo de ese mismo año, de lunes a viernes de 9 a 5, (interrumpido por el almuerzo que le hacía a Claudia cuando venía del trabajo) a lo que me dediqué fue a escribir y solo a escribir.  Con disciplina, con metas.   A veces obstinado por estar cerca de no cumplir el objetivo diario, lo cual siempre me obligué a alcanzar.  A veces con la tarde libre, por una mañana inusitada de lucidez. 

Podría parecer una sencillez, pero para mí fue probarme de que esto que hacía, escribir, era algo real, y no una quimera o una hipótesis posible de lo que yo podía hacer con mi vida.

Nació así Las Posesiones.

Exorcicé la voz del narrador de Cornelius Brown, pero principalmente el fantasma que insistía en que la ilusión literaria se había disipado en mí. Y conté una historia en poco más de 240 páginas.

Ejercicio similar ejecuté de enero a marzo de 2011, también en Panamá, ya casado.  Escribí, sin tanta tensión ―ya no era una competencia conmigo mismo, sabía que lo podía hacer y así se convirtió todavía más en un placer― y completé otra novela, inédita, y no malísima como la que deseché años atrás.  Volví a la primera persona, a aquella de que tanto huí por más de 5 años.  También a la voz masculina, pero ya de otro hombre (de unos 60 años), porque de algo había rendido ese esfuerzo de escribir poniéndome en los zapatos de hombres y mujeres de diferentes edades y preferencias.

Ahora, el que se me hace escurridizo es el cuento, y me preocupa que no me vienen tan frecuentes los chispazos.  Pero no se puede tener todo, ¿o sí? Me dio gran consuelo el libro que me prestó mi amigo Guillermo Barquero,  Trabajos Forzados (de Daria Galateria) donde describe los oficios de muchos escritores (London, Orwell, Kafka) cuando no estaban escribiendo, y me dio consuelo en mi condición actual.

Por ahora, es momento para publicar lo hecho,  en tanto, diferentes caldos, imágenes, ideas e historias esperan el momento adecuado para cobrar vida en este tablero digital. 

(En la foto, como en la vida y la del escritor también, el Laberinto de la Catedral de Chartres)