Escribo porque me da un sentimiento de orden y de orientación. El tiempo en el refugio durante los bombardeos se prolonga por horas eternas. Horas compuestas por la sucesión de segundos, donde la mente tiene presente que en cualquier momento una explosión puede caer encima de donde estamos y todo acabaría así, sin más.
Recuerdo el día que nos trasladaban en tren hacia Nueva York, yo llevaba un dolor de cabeza espantoso.
Era tal, que a veces se me dificultaba ver. Se me oscurecía la mirada, por lo que prefería simular que dormía aunque podía escuchar todo a mi alrededor, desde el ronroneo de los rieles hasta las conversaciones de los pasajeros. Llevaba un abrigo de invierno viejo que me dieron antes de salir de Camp Kenedy, me costó acostumbrarme a él, pero todavía ahora que escribo lo llevo puesto. Se me ha encarnado como piel. Los hombres que viajaban en aquel vagón, muchos con sus familias, vestían sus abrigos y sombreros con distinción. Estar pulcros y presentables daba una dignidad en medio de toda la congoja de aquella situación. Recuerdo a una niña que cargaba una muñeca y un gorro que la madre le ajustaba cada dos segundos, iba en el asiento enfrente mío. No dejó de observarme en todo el viaje. Sin miedo, me veía a los ojos. Quise preguntarle su nombre, pero me encontré sin fuerzas para hacerlo. El dolor de cabeza era terrible. Todos los que iban en aquel vagón debían de haber llegado hasta ahí como yo, en un barco, secuestrados, como prisioneros. En ese entonces, mi preocupación era que el viaje a través del Atlántico fuera a tener las mismas condiciones paupérrimas que tuvo el viaje con que nos sacaron en primer lugar de nuestros países de origen.
Lo siguiente que recuerdo es la salida de Nueva York. La noche anterior a la partida dormí en una detención llamada Ellis Island. Salimos de Ellis Island y lo primero que noté fue la actividad frenética a través de toda la bahía. Soldados, ingenieros, vehículos y material bélico, todo cargado en los barcos que se nutrían en el puerto. Las horas que estuvimos ahí, la actividad no cesó ni por un segundo.
Nos montaron en un barco llamado el Gripsholm, que sería el encargado de hacer el cruce transatlántico. Nos aseguraron que el barco, de bandera sueca y con la palabra DIPLOMAT pintada ampliamente en sus costados, haría el viaje sin correr ningún peligro. Una vez que zarpamos, desde la cubierta se podía observar toda la increíble actividad de la bahía de Nueva York. Por doquier que miraba se observaban convoyes militares, cientos de barcos de guerra y mercantes, un ir y venir de naves impresionante, danza en la cual nuestro barco era tan solo una más de todas las embarcaciones que flotaban en el mar, cada una con su propósito particular, pero sin duda todas con un fin relacionado con la guerra. Hasta ahora que escribo estas palabras caigo en cuenta de que en menos de dos años, crucé los Estados Unidos de oeste a este y surqué el Pacífico, y luego el Atlántico, en un viaje que nunca imaginé fuera a hacer. Y sin embargo, mis anhelos son más sencillos y descansan a la par de un cafetal o una milpa, o un viaje en una panga o velero en Puntarenas. Sencillo y mío.
Una vez en aguas internacionales, el trayecto fue relativamente tranquilo. Era un mar gris y arrugado, de esos que explican por qué hay lugares que se les llama Mar de Plata, por ejemplo. El bamboleo de las olas fue más fuerte que en el viaje que me llevó de Costa Rica a Estados Unidos, pero era una nave de comodidad superior. Las diferentes estancias del barco mostraban que habían sido diseñadas para lujosos viajes transatlánticos, y de ese lujo quedaban todavía reflejos en la labor más modesta de ahora, repatriar gentes a Alemania. Fueron días extraños, como feriados. Los niños jugaban ante la lenidad de la tripulación sueca, y la mayoría de los tripulantes estaban en apariencia calmos, pero sé que como yo, vivían preocupados por conocer qué iba a ser de nosotros una vez que llegáramos al Viejo Mundo. Si bien era la tierra de mis padres, yo sentía claramente que no era mi tierra y la realidad no tardaría en confirmármelo.
Mi afinidad por las excursiones de pesca en velero y panga en Puntarenas no me ayudaron con los vómitos en que en ocasiones incurrí, a causa de unas terribles náuseas. Recuerdo que escribí una serie larguísima de cartas a Beatriz que se me mojaron, lo que destrozó el papel y disipó la tinta. Quise volverlas a rescribir, tal vez debería hacerlo ahora. Pero no tiene caso, está prohibida la correspondencia hacia un país enemigo. Una bomba cayó cerca, no hay luz, ahora trato de escribir a ciegas sin perder la línea...
Vuelve el fluido eléctrico, me corrí dos reglones.
Tocamos tierra nuevamente en Lisboa, Portugal. De ahí el viaje fue también en tren. Cruzamos rápidamente Portugal, y España, hasta llegar a Biarritz en Francia. Para esto ya estábamos bajo la vigilancia alemana. Por la ventana se sucedían los paisajes de la Francia ocupada.